martes, 25 de noviembre de 2008

La ciudad y el ajolote: símbolos de mexicanidad en El reposo del fuego de José Emilio Pacheco



La ciudad y el ajolote:

Símbolos de mexicanidad en El reposo del fuego de José Emilio Pacheco

Por Javier Villaseñor Alonso

(Publicado en Opción, Revista del alumnado del ITAM, N. 151.)

Uno de nuestros más grandes poetas, José Emilio Pacheco (Ciudad de México, 1939)[1], en 1966, publicaba su segundo libro de poemas con un título enigmático: El reposo del fuego. Anclado en la tradición de Heráclito, en la que el fluir del tiempo y el devenir serán dos pilares para un sistema de pensamiento, El reposo del fuego es un libro-poema[2], elegiaco, reflexivo y luminoso.

Aunque menor en extensión, pero continuando con la tradición de hacer un libro-poema, como Piedra de sol de Octavio Paz, o Muerte sin fin de José Gorostiza[3], en el caso de la tradición lírica mexicana, El reposo del fuego es un texto sumamente profundo por su contenido simbólico y alegórico, como suele ocurrir con los grandes o largos poemas. La ciudad, y en concreto la ciudad de México, aparecerá como representación de los turbios momentos que atravesaba el país al final de los años sesenta, así como un elemento que hará cuestionarnos sobre nuestra propia identidad mexicana. Aparece también un pequeño animal auténticamente mexicano que será el símbolo del poeta para reflexionar sobre nuestra circunstancia nacional: el ajolote. Bajo estos emblemas, El reposo del fuego se desenvuelve como una reflexión sobre nuestra condición efímera y perecedera, y será también el intento por comprender aquello que podemos llamar nuestra mexicanidad.

La región más transparente del aire

La ciudad de México tiene una gran importancia en la historia de nuestra literatura. Los autores que han escrito sobre ella, ensayistas, historiadores, narradores o poetas, son tal vez innumerables. Pensemos tan sólo en dos textos fundamentales en la literatura mexicana sobre la ciudad de México: Grandeza mexicana, de Bernardo de Balbuena y Visión de Anáhuac, de Alfonso Reyes, como antecedentes del escenario que Pacheco nos mostrará en El reposo del fuego.

En Grandeza mexicana, intenso y pulido poema novohispano publicado en 1604, la joven y virreinal ciudad de México, hasta hacía poco Ciudad-Estado Tenochtitlan, aparece entre elogiosos tercetos, como un lugar de riquezas y esperanza:

Tiene esta gran ciudad sobre aguas hechas

firmes calzadas, que a su mucha gente

por capaces que son vienen estrechas[4]

Pero más revelador de sus intenciones es el “Argumento” que precede al poema, una octava que, aunque describía imágenes que aún perviven, en tono y fundamento parecería hoy más bien ingenua:

De la famosa México el asiento,

origen y grandeza de edificios,

caballos, calles, trato, cumplimientos,

letras, virtudes, variedad de oficios,

regalos, ocasiones de contento,

primavera inmortal y sus indicios,

gobierno ilustre, religión, estado,

todo en este discurso está cifrado.[5]

Visión de Anáhuac (1519) escrita por Alfonso Reyes en 1915, es una descripción del Valle de México, sitio donde se erige nuestra ciudad. Para hablar de este lugar, aquel cristalino ensayo comenzaba con un epígrafe de Von Humboldt:

Viajero: has llegado a la región más transparente del aire.[6]

Y Reyes nos hace recordar aquello que el barón de Humboldt notaba: “la extraña reverberación de los rayos solares en la masa montañosa de la altiplanicie central, donde el aire se purifica”[7]. Sobra decir que las condiciones de la ciudad que vieron Balbuena o Von Humboldt son muy distintas el día de hoy.

En El reposo del fuego la preocupación poética que se cierne sobre la ciudad es otra y distinta —difiere en todo sentido del elogio. Aquel lugar que en el poema de Balbuena es puro esplendor y en el ensayo de reyes es transparencia, en El reposo del fuego se ha tornado malestar, ruina y desconsuelo. El trepidante clima social de los años sesenta se ve concluido trágicamente en el año 1968, con los sucesos de Tlatelolco, lo que ya parecía haber profetizado el poema con sus versos iniciales:

Nada altera el desastre: llena el mundo

la caudal pesadumbre de la sangre.[8]

Cuando es el momento de hablar de su contexto, de la ciudad que habita el poeta, el hablante denuncia y repudia, por medio de una alegoría bastante nítida, los males que gestados durante siglos son muy visibles ahora. El poema que abre la última sección del libro es uno de los más extensos y simbólicos de la colección. En éste surge la ciudad de entre los escombros de nuestra historia:

Brusco el olor del azufre, repentino

color verde del agua bajo el suelo.

Bajo el suelo de México se pudren

todavía las aguas del diluvio.

Nos empantana el lago, sus arenas

movedizas atrapan y clausuran

la posible salida.[9]

La ciudad es un tema que aunque habría comenzado a tomar fuerza desde las vanguardias de los años veinte, no es sino hasta la segunda mitad del siglo xx cuando adquiere una mayor significación: es la ciudad no sólo como espectáculo o como escenario vacío, sino el lugar donde aparecen los otros, donde se comienza a desenterrar nuestro pasado, con sus héroes y villanos. La ciudad de México en El reposo del fuego será un escenario de confluencia de contrarios donde, al igual que en aquel concepto barroco discordia concors, incluye la contradicción como un elemento fundamental, lo que crea una inquietante unión de opuestos. El resultado es un ars poetica que muestra las ideas de Pacheco en torno al lenguaje y los orígenes, la influencia y la tradición[10]:

Lago muerto en su féretro de piedra.

Sol de contradicción.

(Hubo dos aguas

y a la mitad una isla.

Enfrente un muro

a fin de que la sal no envenenara

nuestra laguna dulce en la que el mito

abre las alas todavía, devora

la serpiente metálica, nacida

en las ruinas del águila. Su cuerpo

vibra en el aire y recomienza siempre.)[11]

En Visión de Anáhuac don Alfonso Reyes hablaba de estas aguas que en El reposo del fuego vuelven a surgir entre versos, como saliendo de alguna fisura del tiempo. Es el Valle de México cuya historia está enterrada pero viva; allí surgió nuestra contradictoria y enorme ciudad. Dice Reyes:

Dos lagunas ocupan casi todo el valle: la una salada, la otra dulce. Sus aguas se mezclan con ritmos de marea, en el estrecho formado por las sierras circundantes y un espinazo de montañas que parte del centro. En mitad de la laguna salada se asienta la metrópoli, como una inmensa flor de piedra, comunicada a tierra firme por cuatro puertas y tres calzadas, anchas de dos lanzas jinetas.[12]

Siendo contemporánea, es una ciudad que habla de construcción y destrucción simultáneas, que hoy resulta novedad y es la ruina de pasado mañana[13]. En esta ciudad se ilumina el cambio: lo que antes era escenario del mito —cuando el mito en verdad gobernaba la tierra— y los páramos y lagos eran sagrados, ahora es el espacio de actividad física, de lucha, de explotación, y de una realidad que sigue siendo lo que ha sido siempre: la convivencia de contrarios:

Bajo el suelo de México verdean

eternamente pútridas las aguas

que lavaron la sangre conquistada.

Nuestra contradicción –agua y aceite-

permanece a la orilla y aún divide,

como un segundo dios,

todas las cosas:

lo que deseamos ser y lo que somos.[14]

Es el testimonio, la experiencia, el saber, que somos una eterna confrontación. Es nuestra historia sepultada por nosotros mismos que a cada momento se abre paso para recordarnos lo que somos: ¿qué somos? Ésta es la pregunta que la ciudad siendo historia nos hace y se hace a sí misma. “México es búsqueda”, nos recordó Octavio Paz. Estamos ante una contradicción y una negación: el pasado español y el pasado indígena —agua y aceite— que confluyen y se mezclan, otra paradoja, en cada uno de nosotros. Porque en esta ciudad confluyen todos los tiempos, el pasado enterrado por el lodo, el presente que a cada día se desmorona y la promesa de esperanza o ruina, según se quiera, que es el futuro. Esta ciudad no es sólo lo que vemos. Significa también el espacio de nuestros antepasados y sus obras. Nos dice Pacheco:

(Si se excavan

unos metros de tierra

brota el lago.

Tienen sed las montañas, el salitre

va royendo los años.

Queda el lodo

en que yace el cadáver de la pétrea

ciudad de Moctezuma.

Y comerá también estos siniestros

palacios de reflejos, muy lealmente,

fiel a la destrucción que lo preserva.)[15]

Además de ser la descripción de una metrópoli, el contenido del poema es histórico: esta poesía nos dice que la historia no ha pasado, no estamos ante ella, sino que también somos ella. Tampoco sólo pasamos a lo largo de la historia o escribimos historia para dar testimonio de algo: somos historia. En el poema brota ese salitre que va royendo los años como alegoría del tiempo y los desastres —no pocos— por los que esta ciudad ha tenido que pasar. A esto intenta encontrar una causa el poeta:

¿Qué se hicieron

tantos jardines, las embarcaciones

y los bosques, las flores y los prados?

Los mataron

para alzar su palacio los ladrones.[16]

Nuestra contradicción y nuestro emblema

Como sabemos, México tiene como emblema oficial la imagen del águila posada en el nopal devorando una serpiente (al que también se hace alusión en El reposo del fuego, con los versos citados ya arriba “nuestra laguna dulce en la que el mito / abre las alas todavía, devora / la serpiente metálica, nacida / en las ruinas del águila…”), que según la leyenda, encontraron los antiguos peregrinos de Aztlán al llegar a Anáhuac para fundar ahí México-Tenochtitlan. José Emilio Pacheco ha cambiado el emblema por otro que tiene un significado mucho más profundo del aparente:

El ajolote es nuestro emblema. Encarna

el temor de ser nadie y replegarse

a la noche perpetua en que los dioses

se pudren bajo el lodo

y su silencio

es oro

—como el oro de Cuauhtémoc

que Cortés inventó.[17]

Un sólido antecedente de este símbolo, aunque distinto en la simbología que emana, es la salamandra del poema del mismo nombre de Octavio Paz. Es cierto que la salamandra, siendo un antiguo símbolo del fuego, guarda una estrecha relación con el poema de Pacheco; tiene, a su vez, connotaciones de cambio y reposo —al menos en cuanto lo expresado por Paz en aquel poema:

Salamandra

(negra

armadura viste el fuego)

calorífero de combustión lenta

entre las fauces de la chimenea

—o mármol o ladrillo—

tortuga estática

o agazapado guerrero japonés

y una u otro

—el martirio es reposo —

impasible en la tortura.

Salamandra

nombre antiguo del fuego

y antídoto antiguo contra el fuego

y desollada planta sobre brasas

amiante amante amianto[18]

En el poema de Paz aparece también el ajolote, pero el autor no deja de hacer la distinción con la salamandra: ésta es un símbolo europeo y particularmente ibérico (“La salamandra española / montañesa negra y roja[19]”), mientras que el ajolote es un símbolo prehispánico, particularmente azteca o mexica. En el poema “Salamandra” que Paz escribiera al comenzar los años sesenta —y del que se dice es uno de los textos de su producción de mayor estética surrealista—, se menciona también la leyenda mítica del ajolote:

No late el sol clavado en la mitad del cielo

no respira

no comienza la vida sin la sangre

sin la brasa del sacrificio

no se mueve la rueda de los días

Xólotl se niega a consumirse

se escondió en el maíz pero lo hallaron

se escondió en el maguey pero lo hallaron

cayó en el agua y fue el pez axólotl

el dos-seres

y “luego lo mataron”[20]

Son, pues, animales parecidos en forma, pero distintos en especie, y sobre todo, en significación poética y simbólica. Vayamos, para encontrar la luz, a los orígenes. La salamandra, más europea que americana, más española que mexicana, pertenece más al mundo de la alquimia: se creía, sobre todo en la edad media, que la salamandra era inmune al fuego y que incluso nacía de éste. El ajolote es del mundo del nahual[21] y pertenece al mundo prehispánico. Por otra parte, y aun siendo estas líneas ajenas a la taxonomía y al conocimiento zoológico, vale la pena rescatar algunos datos que iluminan lo poético. La salamandra es un anfibio que experimenta una metamorfosis como muchos otros anfibios ovíparos y al alcanzar la madurez desaparece de su organismo toda forma larval y cualquier indicio de mutación. El ajolote (ambystoma mexicanum) es un anfibio urodelo que conserva su forma larval aún en la adultez y es totalmente endémico de los lagos del Valle de México, en particular de aquellos de Xochimilco y Chalco. Es un anfibio neoténico, lo que quiere decir que su desarrollo fisiológico se retrasa o, en este caso en particular, se detiene del todo y conserva la forma larval hasta su periodo de adultez: su metamorfosis es perenne. Esto, llevado a términos simbólicos, nos da una significación precisa: permanece en el cambio. Dicho de otro modo, paradójicamente, su permanencia es el cambio. Igual que la imagen imposible de un reposo del fuego, el ajolote, pequeño anfibio ambiguo, hace posible un reposo activo: un cambio que se mantiene como presente.

Cuenta una leyenda antigua, entre todo ese vasto mar de la mitología mexicana, que el ajolote o axólotl (del náhuatl atl, “agua” y xólotl, “animal” o “monstruo”) es una advocación del dios Xólotl, manifestación gemelar monstruosa de Quetzalcóatl. Según el mito azteca, cuando se creó el quinto sol y comenzaba una nueva era, el astro solar no se movía y para que pudiera emprender el movimiento los dioses reunidos tenían que sacrificarse. El encargado de llevar a cabo el sacrificio, el verdugo, era Ehécatl, dios del viento, que soplando sobre los dioses los mató y al mismo tiempo comenzó el movimiento del sol y de la luna. Fray Bernardino de Sahagún cuenta lo que sucedió a Xólotl:

Y dízese que uno, llamado Xólotl, rehusava la muerte, y dixo a los dioses: “¡Oh, dioses, no muera yo!” Y llorava en gran manera, de manera que se le hincharon los ojos de llorar; y cuando llegó a él el que matava, echó a huir, ascondióse entre los maizales y bolvióse y convirtióse en pie de maíz que tiene dos cañas, y los labradores le llaman xólotl. Y fue visto y hallado entre los pies del maíz. Otra vez echó a huir, y se escondió entre los magueyes, y convirtióse en maguey que tiene dos cuerpos, que se llama mexólotl. Otra vez fue visto, y echó a huir, y metióse en el agua, y hízose pez, que se llama axólotl; de allá le tomaron y le mataron.[22]

Pero el dios Xólotl (o El Animal, también llamado) es también el dios del fuego y la personificación maligna de Venus, otra razón, (además de la hermandad gemelar con Quetzalcóatl y sus múltiples encarnaciones duales), para asociarlo con la dualidad: Venus aparece dos veces en el cielo, siendo el lucero de la mañana y el lucero vespertino. Xólotl entregó el fuego de la sabiduría a los seres humanos y se le suele asociar, por sus mutaciones para evitar el sacrificio, con el movimiento y la transformación y por ello, también con la renovación y el ciclo. De esta forma, esta deidad también es un símbolo de la negación de la muerte o, más precisamente, la voluntad de no morir. Esto último es visible incluso en la biología del ajolote, pues este anfibio tiene una extrema capacidad para regenerar las extremidades, el corazón y el cerebelo. El ajolote tiene, así, una multiplicidad de significados vinculados directamente con el fundamento de El reposo del fuego, es el símbolo que tal vez mejor represente o concentre el significado medular del poema. El ajolote es nuestro emblema: el cambio es nuestra permanencia. Es sólo a través del cambio y de la sucesión como perduramos. Esto, llevado a un plano puramente de la identidad mexicana, puede resultar en un significado que implique justo todo lo contrario: la evasión del cambio, el deseo del estancamiento, la falta de voluntad de cambiar. El reposo del fuego, escrito en los turbulentos sesenta mexicanos, es un texto que representa —con esta idea del ajolote como emblema— el estancamiento social y sobre todo político que vivió el país por muchas décadas[23]. Las masas de jóvenes en todo el mundo, en aquellos años, deseaban un cambio. México no era la excepción. Mientras que Bob Dylan cantaba el famoso estribillo “for the times they are a changing[24], José Emilio Pacheco, en un clima político de coerción de libertades y donde todo parecía estancado, con el mismo deseo de cambio que miles de personas, escribía con indignación melancólica “El ajolote es nuestro emblema”.

La imagen de este “emblema” en la literatura ha sido usada en otras latitudes, como en el cuento de Cortázar Axolotl, que se incluye en Final del juego; se basa kafkianamente en la idea del cambio, pues es la representación de una mutación, o transmutación, cuando el hombre se ve irremediablemente convertido en un ajolote. Y en el mismo sentido del cambio permanente, el ajolote que antes fuera hombre habla de ese sentimiento de eterna permanencia en el cambio, la abolición del tiempo y / o la evasión de éste: “el tiempo se siente menos si nos estamos quietos”[25], recordaba Córtazar en aquel cuento. Y el hombre, ajeno por un momento al animal, afirma la idea: “Fue su quietud lo que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente.”[26]

En la literatura mexicana, en el Bestiario de Juan José Arreola, el ajolote aparece también como una “sirenita de los lagos mexicanos”, un “pequeño lagarto de jalea. Gran gusarapo de cola aplanada y orejas de pólipo coral. Lindos ojos de rubí, el ajolote es un lingam de transparente alusión genital”[27]. Pero llama la atención, y en el sentido del ajolote como emblema que se expresa en El reposo del fuego, la relación con una posible representación de la idiosincrasia del mexicano: Roger Bartra lo adopta como una mascota arquetípica de la identidad mexicana[28] en su libro La jaula de la melancolía[29], que debate las ideas pacianas y cuyo título es una paráfrasis de El laberinto de la soledad. Octavio Paz en aquel ensayo, comenzaba hablando de “las máscaras del mexicano”. Es inquietante la cercanía y la red que se traza también entre estas ideas: el ajolote es una larva perenne y larva, quiere decir fantasma, y por extensión, lo fantasioso o lo falsario, de ahí la relación con la máscara. Lo que nos dice El reposo del fuego es que tenemos por un lado un pasado encarnado en nuestra historia, digno de rescatarse para aprender de él, unas veces oculto, otras visible en nuestras obras y ciudades. Y tenemos también la dual capacidad y posibilidad: permanecer, igual que el ajolote, estancados en el cambio, ficticia mutación —o mirar hacia el futuro. Así, como luz que ilumina un camino, el poema revela ante nosotros la pregunta de un sinfín de respuestas: ¿cuál es nuestro emblema?

Bibliografía

  • Arreola, Juan José. Bestiario – Obras, Fondo de Cultura Económica, México, 1995.

· Balbuena, Bernardo de. Grandeza mexicana. Tomado de Ómnibus de poesía mexicana, Presentación, compilación y notas de Gabriel Zaid, Siglo XXI, México, 2005.

· Bartra, Roger. La jaula de la melancolía (Identidad y metamorfosis del mexicano), Edit. Debolsillo, México, 2005.

  • Cortázar, Julio. “Axolotl”, en Final del juego, Alfaguara, Madrid, 1982.

· Friis, Ronald J. José Emilio Pacheco and the poets of the shadows, Lewisburg Bucknell University Press – London Associated University Presses, Londres, 2001.

  • LaurelAntología de la poesía moderna en lengua española (Prólogo de Xavier Villaurrutia y Epílogo de Octavio Paz), Ed. Trillas, México, 2003.
  • Oviedo, José Miguel, Historia de la literatura hispanoamericana, Alianza Editorial, Madrid, 2005.
  • Pacheco, José Emilio. El reposo del fuego, en Tarde o temprano [Poemas 1958-2000], Fondo de Cultura Económica, México, 2004.
  • Paz, Octavio (comp.). Poesía en movimiento, (selección y notas de Octavio Paz, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis), Siglo XXI editores, México, 2006.
  • Paz, Octavio. Obra poética[1935-1998], Obras Completas, Tomo VII, Edit. Galaxia Gutemberg, Barcelona, 2004, pp. 387-388.
  • Reyes, Alfonso. Visón de Anáhuac – Obras completas de Alfonso Reyes – Tomo II, Edit. Fondo de Cultura Económica, México, 1ª edición 1956, 1ª Reimpresión 1976.
  • Sahagún, Fray Bernardino de. Historia general de las cosas de la Nueva España, (Vol. 2), Edit. Historia 16, Madrid, 1990.
  • Soltero, Gonzalo. “Tome ajolote” en Letras libres, México, mayo 2008.
  • Zaid, Gabriel. Ómnibus de poesía mexicana, (Presentación, compilación y notas), Siglo XXI, México, 2005.


[1] José Emilio Pacheco (Ciudad de México, 1939) ha cultivado prácticamente todos los géneros literarios que existen y se ha colocado, ya desde hace varias décadas, como una figura central en la tradición literaria mexicana. Actualmente, desde su primer publicación, Los elementos de la noche en 1963, hasta Siglo pasado (desenlace) del 2000, último poemario publicado hasta ahora, su obra poética suma doce libros.

[2] El libro se divide en tres secciones de quince poemas cada una.

[3] Piedra de sol se publicó en 1957; Muerte sin fin en 1939.

[4] Balbuena, Bernardo de. “De la famosa México el asiento”, fragmento de Grandeza mexicana. Tomado de Ómnibus de poesía mexicana, Presentación, compilación y notas de Gabriel Zaid. Siglo XXI, México, 2005, p. 353.

[5] Balbuena, Bernardo de. Grandeza Mexicana, (fragmento), tomado de Oviedo, José Miguel, Historia de la literatura hispanoamericana (Vol 1.), op. cit., p. 184.

[6] Así en Reyes, Alfonso. Visón de Anáhuac en Obras completas de Alfonso Reyes – Tomo II, Edit. Fondo de Cultura Económica, México, 1ª edición 1956, 1ª Reimpresión 1976, p. 13.

[7] Ibíd., p. 16.

[8] Pacheco, José Emilio. El reposo del fuego (I. 1), en Tarde o temprano [Poemas 1958-2000], Fondo de Cultura Económica, México, 2004p. 37.

[9] Ibíd., (III. 1) p. 51.

[10] Cfr. Friis, Ronald J. José Emilio Pacheco and the poets of the shadows, op. cit., p. 62.

[11] Pacheco, José Emilio. El reposo del fuego, III.1, en Tarde o temprano, op. cit.., p. 51.

[12] Reyes, Alfonso. Visón de Anáhuac en Obras completas de Alfonso Reyes – Tomo II, Edit. Fondo de Cultura Económica, México, 1ª edición 1956, 1ª Reimpresión 1976, p. 18.

[13] Cfr. Paz, Octavio. Epílogo de LaurelAntología de la poesía moderna en lengua española, Edit. Trillas, México, 2003, p. 509.

[14] Pacheco, José Emilio. El reposo del fuego, III.1, en Tarde o temprano, op. cit.., pp. 51-52.

[15] Ibíd., p. 52.

[16] Ibíd. (III. 6), p. 55.

[17] Ibíd., p. 52.

[18] Paz, Octavio. “Salamandra” (fragmento) en Obra poética[1935-1998], Obras Completas, Tomo VII, Edit. Galaxia Gutemberg, Barcelona, 2004, pp. 387-388.

[19].Ibíd., p. 391.

[20] Ibíd.

[21] Según la mitología de aztecas y toltecas, principalmente, el nahual o nagual (del náhuatl nahualli, derivado de la raíz nau, que significa “doble” o “duplicado”) es el espíritu de un animal que protege a cada persona desde el momento en que nace y permanece como el protector y guía durante toda la vida. Se dice también que algunos chamanes o brujos con experiencia pueden adquirir la forma del nahual que los ha tomado como protegidos.

[22] Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de la Nueva España, Edit. Historia 16, Madrid, 1990 (Vol. 2), pp. 540-541.

[23] Basta recordar que el mismo partido político, el PRI, gobernó el país desde el año 1929 (entonces PNR) hasta el año 2000.

[24] La traducción más común para este título es “Los tiempos están cambiando”. El tercer álbum de Bob Dylan titulado The times they are a-changin’ [sic], realizado por Columbia Records, salió a la venta en 1964.

[25] Cortázar, Julio. “Axolotl”, en Final del juego, Alfaguara, Madrid, 1982, p. 153.

[26] Ibíd.

[27] Arreola, Juan José. “EL AJOLOTE”, en Bestiario – Obras, Fondo de Cultura Económica, México, 1995, p. 374.

[28] Cfr. Soltero Gonzalo “Tome ajolote” en Letras libres, mayo 2008, p. 102.

[29] Véase Bartra, Roger. La jaula de la melancolía (Identidad y metamorfosis del mexicano), Edit. Debolsillo, México, 2005.


Publicado en Opción (Revista del alumnado del ITAM), N. 151.


Marco Antonio Montes de Oca: luz y movimiento


Marco Antonio Montes de Oca: luz y movimiento

Por Javier Villaseñor Alonso

(Publicado en Opción, Revista del alumnado del ITAM, n. 146, noviembre 2007, pp. 18-25)

En el célebre prólogo de Poesía en movimiento[1], Octavio Paz se valió del libro chino de las mutaciones, el I Ching, para darle un símbolo a los poetas de la generación naciente de aquellos años sesenta. A Marco Antonio Montes de Oca, le dio el valor simbólico del Trueno: lo que según aquel libro ancestral corresponde a un “principio creador”; es, por lo tanto, quien recibe todo la fuerza anterior, o mejor dicho, recibe el impulso de la herencia y lo aprovecha para poner en movimiento —hablando de nuestro contexto— una nueva etapa en la poesía mexicana. Alí Chumacero le da, de manera semejante, un sobrenombre que delata su esencia creadora: Montes de Oca es el “enemigo del reposo”[2]. El lugar que ocupa en la poesía mexicana moderna —o contemporánea— está dentro de una grieta, salvando el cauce entre dos orillas: hay quien lo considera más cercano a la generación del Medio Siglo, junto a Sabines, Castellanos o Tomás Segovia, promoción igualmente agrietada por su escasa o acaso nula aglutinación en torno de alguna revista, como había ocurrido con las anteriores[3]. Otros lo han ubicado en la otra ribera, la que para muchos es la ahora llamada “Generación del 68”. Sin embargo pertenece a esos dos mundos, toca los dos extremos, como todo puente lo hace. Ése es precisamente el difícil papel con el que ha cargado Montes de Oca: Trueno iniciador, relámpago que parte en dos la tradición para que pueda seguir su curso. Un parte aguas, hito de generaciones que, por lo mismo, es el punto donde se unen y nos muestra dónde comienza el nuevo fuego poético. Al contemplar su obra estamos ante un auténtico Trueno por la desmesura de su canto y la fuerza y plasticidad que encontramos en su voz.

* * *

De la luz y la Gracia

La historia de Montes de Oca comienza con la publicación de Ruina de la infame Babilonia, en 1953. También son suyos los títulos, Cantos al sol que no se alcanza, de 1961, o Delante de la luz cantan los pájaros, un libro que sorprendió en 1959 —año en que con mucha justicia recibió el premio Xavier Villaurrutia— y que da nombre a una buena antología publicada en 1980[4], así como a su obra poética completa, editada en 2001[5]. Al día de hoy su obra es tan vasta como deslumbrante. Es vasta la crítica que considera a Montes de Oca como el verdadero innovador de la poesía en lengua española de las últimas décadas: un puente, decíamos, un largo puente colgante que carga con todo el peso de unir dos generaciones, el puente que se mueve porque oscila entre la una y la otra, espacio suspendido donde él se desarrolla.

Debido a su devoción por las imágenes, en ocasiones se ha relacionado la poesía de Montes de Oca con ciertos dones retóricos, algo que, por otro lado, no tiene por qué restar valor a su producción. Lo que sabemos con certeza es que, tal vez como lo hiciera Pellicer, Montes de Oca es un poeta que sabe mirar, alguien que no sólo con los ojos, sino con el don de la palabra poética, se ha atrevido a ver:

Oh palabra, hablo de ti contigo,

Aún buscamos juntos lo imposible:

La jauría revoloteante,

La bandada que serpea.

Ahora te digo: <

Elévala del mar como una espada,

Húndela después en las costillas de los astros

Para que derramen la simiente de sus chispas

No demasiado lejos

De quienes ven la noche en compañía.>>[6]

La poesía de Montes de Oca es imaginación pura porque ha sido capaz de crear un universo propio donde todo se ilumina con el azar de las imágenes del calidoscopio. Lo que en la obra de los poetas anteriores a él aún era confrontación con la poesía, una eterna aspiración por conquistar la palabra poética y salvar las limitaciones que el propio lenguaje nos impone —como lo hiciera Paz—, en Montes de Oca se vuelve imagen, luz, juego de azar, Gracia, comunión… Todo es un mundo de diamantes líquidos y gemas fundidas, palas de agua para escarbar el pasado, un mundo donde el sueño toma la forma de un río y en el que a cualquier cosa le crecen alas. Superados los obstáculos de la palabra, al poeta sólo le queda admirarse eternamente ante el mundo:

Amo esto amo aquello

No una vez ni varias sino siempre

Los versos que hoy escribo no morirán tan fácilmente[7].

Estos versos del extenso poema “El corazón de la flauta”, de 1968 y que tal vez sea su obra maestra, nos revelan una búsqueda de trascendencia en el poema o, lo que es más, una búsqueda de Vida. Pero lo que es aún más sorprendente es la fuerza, la gracia, la dignidad con que el poeta exhibe su desnuda cicatriz, al centro mismo de la luz. Nos deja ver con claridad la verdadera (tal vez habría que agregar única) promesa de la poesía —la curación:

Calle once casa nueve cuarto uno

Buscadme ahí o en otra parte

El animal de amor

Os espera de pie

En el umbral de sus heridas[8].

Como Huidobro en su “Arte poética”, Montes de Oca recuerda un pequeño dios cuando se mira al poeta, porque como pocos, ha logrado crear su propio universo poético, distinto a todos. De ahí que se le asocie con la continuidad de aquella vanguardia de los veinte, el creacionismo. Huidobro decía en su citadísimo poema:

Inventa nuevos mundos y cuida tu

palabra;

el adjetivo, cuando no da vida,

mata.

[…]

Sólo para nosotros

viven todas las cosas bajo el sol.

El poeta es un pequeño dios.[9]

Y Montes de Oca quiere a las palabras como seres vivos, carne desnuda y más viva que la propia carne, porque

Ellas nos comunican o nos matan

Y suben por la noche los tejados[10]

En esta forma de creación, todo comienza con un asombro que despierta los sentidos: una realidad comienza el vuelo, va tomando forma con imágenes insólitas que recuerdan, también, el oficio del poeta que se vale de la escritura automática —aunque nada de automático haya en esta poesía. Sin embargo, no hay perdición por el libre flujo de los elementos oníricos, como en los surrealistas. Por el contrario, Montes de Oca se mantiene (aún en un mundo donde la ensoñación es el aire que se respira), como lo dijera Villaurrutia y al igual que Gorostiza, en una vigilancia, o mejor, una vigilia constante. El poema es un don divino que se le otorga al poeta: Fernández Granados no duda en llamarlo don aurático[11]. Por ello, pertenece al orden de lo inmortal. Es muy revelador el epígrafe que escoge Montes de Oca para abrir su obra poética completa: el poema “A las Parcas”[12], de Friedrich Höelderlin, donde el poeta se compara con la divinidad gracias al don que adquiere, don que le permite no desear más que la dicha y el privilegio divino del canto: la Gracia. De ahí que adquiera tanta significación la sentencia “los versos que hoy escribo no morirán tan fácilmente”. Sin embargo, el poeta, aún siendo un pequeño dios, o al menos algo semejante a lo Divino por el don de la poesía que le ha sido otorgado, se sabe dentro del orden de lo mortal, lo pasajero, expuesto a cuanto el tiempo en su constante devenir, desintegra. El poeta, como todo hombre, morirá, pero sus versos —como la Vida, como la poesía— permanecen.

Todo es fantasía, y sin embargo, una fantasía absolutamente lúcida y congruente. La confusión y la sombra en la poesía de Montes de Oca son seres enfermos que mueren con suma facilidad, porque todo encandece —y todo es cierto. Con más claridad que todos los poetas de su generación, no ha temido a desenvainar la metáfora para esgrimirla como rayos de luz, como el relámpago que es su poesía, de inquietante precisión y electricidad:

Bañarse bajo la luz de un álamo

Ser todo cuanto miro

En el pozo del sol[13].

Soy todo lo que miro es el título del libro, de 1973, y del poema donde crecen (o vuelan) estos versos. Él mismo, en una entrevista, sobre la mirada —la suya—, ha hablado con luz y exactitud:

“Todo este revuelo de loco, este poder de la mirada, [en] que camina toda la conciencia poética, es lo que me hizo ser pintor, y es lo que me hizo ser escultor, y lo que me hizo ser amante. Porque yo siempre me volví un ser de carne y hueso a través de la mirada”[14].

Pellicer le hereda esas manos llenas de color para llenar todo de sol, algo que en Montes de Oca se convierte en un gusto por la luz —fuente del color—, al grado que ésta deviene casi un leit motiv en su obra:

Yo canto y nada más

Ésa es mi luz

Ése es mi gozo[15]

Si Pellicer nos enseñó a mirar, Montes de Oca nos enseña a crear mirando. Y así, una vez más, el poeta nos brinda la posibilidad de comunión con el mundo. Nos muestra el deseo ancestral del hombre de ser todos los seres —porque por la boca del poeta hablan todos ellos. Es el deseo que encuentra origen en la admiración, o como un puer aeternus, en la sorpresa. Nos recuerda, como Aristóteles, que en efecto el conocimiento comienza por los sentidos, sólo que Montes de Oca, además de los cinco naturales, cuenta con el arma de la metáfora, con “canastas rebosantes de metáforas”, con el sentido huidizo y caprichoso que llega cuando nadie parece estar mirando para, inevitablemente, sorprendernos —la palabra poética:

Siempre no te vayas

Sorpresa

Déjame ser todo lo que miro

Tus pavos irreales me interesan mucho

Tus nubes que bajan sin convertirse en lluvia

Me interesan[16].

Los ecos de Paz, —como en muchos poetas posteriores a él—, están presentes en la poesía de Montes de Oca en el continuo asombro del poeta que encuentra en la visión del acto creador un instante de divinidad y de participación con el cosmos, donde el Amor es también una de las principales fuerzas creadoras, y más aún, la piedra angular. Al igual que los tres sinónimos ardientes (Poesía, Amor y Revolución) de los poetas de Taller y sobre los que tanto habló Paz, Montes de Oca ha logrado formular su propio Trino poético —por ser canto y por ser triple—, una Trinidad que es revelación, y sin embargo, misterio, figura triple, compleja y sagrada:

MISTERIO

El amor la libertad la poesía

Tres caras distintas

Y una sola moneda verdadera[17].

La palabra poética, que para Paz fuera una “voz exacta / y sin embargo equívoca”[18], en Montes de Oca es ya una conciliación, paz y armonía luminosa que pueden echar a andar el mundo. Si en “Piedra de Sol”, cima de a poesía paciana, los primeros seis versos, que son también los seis finales, nos hablan de un mundo natural (un sauce de cristal, un chopo de agua, un alto surtidor que el viento arquea…) que se pone en marcha, que comienza un eterno movimiento, Montes de Oca no ignora esa energía creativa cuando canta, haciendo de la poesía no sólo un motor del universo, sino del poema mismo una revelación de la eternidad que vive, por ello, fuera de toda concepción de tiempo y espacio:

Se agrieta el labio nace la palabra

Surge un otoño de hojas verdes y perpetuas

Aquí es allá el norte ya no existe

Vamos en viaje todos

La isla avienta contra el aire su ancla milenaria[19]

Porque el poema es una convivencia absoluta de la contigüidad y la sucesión, una fusión de ambas, donde es posible que el tiempo y el espacio —dos sustancias inseparables pero asimismo agua y aceite— se mezclen formando una sola[20]. De ahí que para Montes de Oca, los versos tengan perdurabilidad: “no morirán tan fácilmente”. Se convierten en una auténtica irrupción de la divinidad en el orden terrestre, situándose fuera de toda perfectibilidad; una visión, una revelación[21].

El oficio del poeta —en sí mismo, no sus resultados— es algo dictado por un “orden aleatorio” y sobre todo, por una continua transformación. La poesía no es voluntaria, dice José Emilio Pacheco[22]. De forma parecida, para Montes de Oca “solas se dicen las palabras” (eco, en ambos casos, paciano: “lo que se escribe solo: poesía”), porque las palabras son

Pálidos rubíes que manan de la plena bonanza

Arados de luz sobre las aguas[23]

Siguiendo el mismo rumbo, sobre esas mismas aguas, es en “El corazón de la flauta”, amplio y ardiente canto a la Gracia, donde nos revela el verdadero misterio de su oficio milagroso:

Y no pidáis a mi escritura limpio trazado

Líneas elegantes según la escritura Palmer

Pues la mesa donde muevo la pluma es una ola[24].

De románticos y mexicas

El epígrafe de Höelderlin que abre su obra, nos revela ya, en Montes de Oca, una continuidad del cauce romántico, o al menos una afinidad con esta tradición. Es la creencia, apuntada arriba, de otorgar al poema un carácter divino, y en ese sentido inmortal, mientras que el hombre sigue siendo sangre y ceniza, luz encarnada que pertenece más a “las Parcas” que al orden celeste. Como se sabe, esta concepción de la poesía —y del arte en general— llega a su más refinado acabamiento en el romanticismo. Aunque poco atendido por la crítica, es un aspecto que el mismo Montes de Oca ha enfatizado: “soy por ascendencia un romántico más que un surrealista”[25]. No obstante, el surrealismo recogió aquello que el poeta romántico había llevado al límite y lo convirtió en uno de sus ejes: la conciencia de la ruptura, o con mayor precisión, la conciencia de la muerte. Esto toma una fuerza (¿o presencia?) mucho mayor cuando hablamos de un poeta como Montes de Oca, de tradición mexicana, y por ello mestiza: la muerte en México es tan visible que cada 2 de noviembre se vuelve cráneos de azúcar. No es la incertidumbre: es la certeza. No es muerte enemiga y ni La-Extrañeza por antonomasia porque tiene nombres innumerables y si los pronunciamos nunca se nos quema la lengua. Montes de Oca, hombre y poeta mexicano, se sabe así, dentro de su propia tradición, un ser intra-mundano, atado al devenir temporal y a la muerte. Y por ello celebra la vida, considerando a la poesía una forma de Vida-en-plenitud, un luminoso camino a la trascendencia. Si Paz nos enseña (basta mirar su obra) que la poesía permanece aún cuando los Estados se derrumben, las Iglesias se disgreguen y las ideologías se hagan aire[26], Montes de Oca nos regala el sentimiento puro, transparente y cierto del poeta cuando es, como en los románticos, el Amor quien respalda su ser y su difícil oficio. Porque, una vez más,

Amo esto amo aquello

No una vez ni varias sino siempre

Los versos que hoy escribo no morirán tan fácilmente[27].

Ya que en esta poesía el mundo es nuevo, creación ardiente acabada de nacer, resultará evidente que las referencias concretas a la época y el contexto “terrenal” del poeta sean casi inexistentes. Existen algunas excepciones: Allende, el Che Guevara, ciudades, ciertos artistas —como Vicente Huidobro— o algunos otros. Pero hay que decir que estos personajes o lugares —anclajes de un mundo que no es creado por el poeta— funcionan en un plano más simbólico que totalmente referencial: son plataformas en las que Montes de Oca se apoya para llegar a alcanzar ese don aurático, esa visión plena que pertenece más al orden de lo metafísico. Así, hablando del Che Guevara, nos dice que

El temporal termina cuando por cada gota de lluvia brota un pájaro sediento,

Un navío de velas negras en que ventrudos fantasmas andan de puntillas

Para no despertarte demasiado pronto, querido comandante Guevara.[28]

Con la misma mirada que se extiende más allá de los ojos, un “Amanecer tapatío” no es el alba que se asoma entre las sierras de Jalisco, sino una revelación. Transcribo completo el poema para mostrar que el poeta, cuando ve, (y esto lo hace metafísico) logra ver algo más:

Apareces desnuda y arropada

Por el esplendor que tú abrillantas.

Pero yo ¿con qué te envuelvo

Si mis brazos se desmayan y mi aliento

Se hace de piedra y el trino de la muerte

Se remansa en mis oídos?[29]

Esta forma de proceder es, en este sentido, un proceder simbólico que nos lleva a un universo donde los símbolos son ejes del quehacer poético de Montes de Oca: animales que simbolizan a veces tenacidad, como el topo, otras pureza, como el colibrí. Éste último, como el símbolo del ave en general, a veces halcón de fuego, otras vencejo de sombra, aparecen constantemente y se identifican con la idea del poeta: seres que simbolizan su verdadero ser porque como él, son una encarnación del canto[30]. Tal vez por ello, el sorprendente verso que da nombre a su obra completa no sea otro que Delante de la luz cantan los pájaros.

Esto nos lleva a otra red intertextual, otros páramos, los de un universo que muchas veces se cree enterrado porque sólo en apariencia nunca está: lo indígena. Es, sin embargo, uno de los universos más vivos que constituyen la cosmovisión del mexicano —llámese también, si se quiere, a la manera junguiana, el inconsciente colectivo. Este pasado —y presente vivo— palpita con la fuerza del fuego en los versos de Montes de Oca. Pedir el fuego[31] es un título enigmático sea cual sea la interpretación que se le confiera. Pero es más mágico —¿y habría que decir, entonces, más poético?— cuando se le otorgan relaciones con la cosmovisión indígena. Cada 52 años, en el imperio azteca, principalmente, se iniciaba un nuevo ciclo haciendo una ofrenda de fuego en el cerro Huixachtépetl: un sacerdote era el encargado de “pedir el fuego” a los dioses para después poderlo llevar a todos los templos del imperio[32].

El símbolo tan recurrente del colibrí, antes mencionado, no es solamente la representación más plena de la pureza, sobre todo en el siglo XVII —español y novohispano­— sino que es un importante símbolo en el mundo mexica, principalmente. Los antiguos mexicanos —a quienes ahora se suele llamar sencillamente, aztecas— creían firmemente que los guerreros caídos en la batalla se transformaban en colibríes. Se creía también que el colibrí era una encarnación solar, la representación de Quetzalcóatl en la Tierra[33]. Es decir, el colibrí tiene connotaciones luminosas, y la luz es, con notoriedad, el símbolo rector en la poesía de Montes de Oca. La búsqueda de motivos en el mundo indígena (sólo esbozada, pues permitiría un análisis profundo), no resulta tan aventurada si se tienen en cuenta las propias opiniones de Montes de Oca en cuanto a su relación con su propio origen:

¿Se conciben antepasados sin los descendientes? Un pueblo vencido arría banderas, cambia su concepción de la vida, pero aún educado en una lengua nueva, aquello que ha abandonado, los hábitos y los juramentos, los conserva. No se lleva el viento nuestro ser hecho de palabras[34].

La idea del puente que une dos generaciones —la de los poetas de Taller y del Medio Siglo, con la generación, llamada así, “del 68”—, es también aplicable en el sentido de unir dos tradiciones, la actual o contemporánea, con el pasado indígena mexicano. Basta decir que esta obra es curación y comunión, unión reposada y limpia entre generaciones. Porque todo en la poesía de Montes de Oca es claridad: poesía lúcida de la reconciliación.

Bibliografía

Directa

· Montes de Oca, Marco Antonio, Delante de la luz cantan los pájaros (Antología). Plaza & Janés, Barcelona, 1980.

· Obras Completas, Ed. FCE, 2001.

  • Comparecencias – Poesía (1968-1980), Seix Barral, Barcelona, 1980.
  • Pedir el fuego, Joaquín Mortiz, México, 1968.

Indirecta

  • Chumacero, Alí. Los momentos críticos, FCE, México, 1987, p. 205.
  • Fernández Granados, Jorge. “Marco Antonio Montes de Oca”, artículo publicado en La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, No. 365, México, mayo de 2001.

· Fuentes Silva, Andrea “El éxtasis poético”, Entrevista con Marco Antonio Montes de Oca, publicada en La Jornada Semanal, 1 de octubre de 2000, México.

  • Lechner, Jan. Hacia una poética de Marco Antonio Montes de Oca, en Actas del VIII Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas : 22-27 agosto 1983 / coord. por José Amor y Vázquez, Ruth H. Kossoff, A. David Kossoff, Geoffrey Ribbans, Vol. 2, 1983.
  • Lozano Fuentes, José Manuel. Literatura mexicana e hispanoamericana, Ed. Compañía editorial continental S.A. de C.V., México, 1986.
  • Paz, Octavio. La otra voz. Poesía y fin de siglo. Seix Barral, Barcelona, 1990.
  • Libertad bajo palabra, Cátedra – Letras Hispánicas, Madrid, 2005.

· Paz, Octavio; Chumacero, Alí; Pacheco, José Emilio; Aridjis, Homero (Edición y notas). Poesía en movimiento, Siglo XXI editores, México, 1966.

  • Tibón, Gutierre. Historia del nombre y de la fundación de México, FCE, 1975.


[1] Poesía en movimiento, Edición y notas de Paz, Octavio; Chumacero, Alí; Pacheco, José Emilio; Aridjis, Homero. Siglo XXI editores, México, 1966.

[2] Chumacero, Alí. Los momentos críticos, FCE, México, 1987, p. 205.

[3] Basta recordar que en México, las generaciones anteriores conocidas ahora como el grupo de Taller y los justamente canonizados Contemporáneos, se unieron en torno a las revistas que les dieron nombre.

[4] Véase Montes de Oca, Marco Antonio, Delante de la luz cantan los pájaros (Antología). Plaza & Janés, Barcelona, 1980.

[5] Véase Montes de Oca, Marco Antonio, Obras Completas, Ed. FCE, 2001.

[6] Montes de Oca, Marco Antonio. “Redención de la noche” (fragmento) en Delante de la luz cantan los pájaros (antología), op. cit.

[7] Montes de Oca, Marco Antonio. “El corazón de la flauta” en Comparecencias – Poesía (1968-1980), Seix Barral, Barcelona, 1980, p. 16.

[8] Ibíd., p. 35.

[9] Huidobro, Vicente. “ARTE POÉTICA”, tomado de Lozano Fuentes, José Manuel, Literatura mexicana e hispanoamericana, Ed. Compañía editorial continental S.A. de C.V., México, 1986, p. 389.

[10] Montes de Oca, Marco Antonio. “SE AGRIETA EL LABIO NACE LA PALABRA” (fragmento) en Delante de la luz cantan los pájaros (antología), op. cit., p. 92.

[11] Fernández Granados, Jorge. “Marco Antonio Montes de Oca”, artículo publicado en La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, No. 365, México, mayo de 2001.

[12] Para hacer justicia al lector, transcribo el poema: Dadme un estío más, oh poderosas, / y un otoño, que avive mis canciones, / y así, mi corazón, del dulce juego / saciado, morirá gustosamente. / El alma, que en el mundo vuestra ley / divina no gozó, pene en el Orco; / mas si la gracia que ambiciono logra / mi corazón, si vives, poesía, / ¡sé bien venido, mundo de las sombras! / Feliz estoy, así no me acompañen / los sones de mi lira, pues por fin / como los dioses vivo, y más no anhelo. Esta versión en particular corresponde a Otto de Greiff; la fuente es la página web dedicada a la poesía titulada “A media voz”, cuya dirección es http://amediavoz.com/holderlin.htm

[13] Montes de Oca, Marco Antonio. “Soy todo lo que miro” en Comparecencias – Poesía (1968-1980), op. cit., p. 52.

[14] Montes de Oca, Marco Antonio en Entrevista con Andrea Fuentes Silva “El éxtasis poético”, La Jornada Semanal, 1 de octubre de 2000, México.

[15] Montes de Oca, Marco Antonio. “SOY TODO LO QUE MIRO” en Comparecencias – Poesía (1968-1980), op. cit., p. 47.

[16] Ídem., “SE AGRIETA EL LABIO NACE LA PALABRA” (fragmento) en Delante de la luz cantan los pájaros (antología), op. cit., p. 92

[17] Ídem., “MISTERIO”, en Comparecencias – Poesía (1968-1980), op. cit., p. 99.

[18] Véase Paz, Octavio. PALABRA, en Libertad bajo palabra, Cátedra – Letras Hispánicas, Madrid, 2005, p. 92).

[19]Montes de Oca, Marco Antonio. “SE AGRIETA EL LABIO NACE LA PALABRA”, Delante de la luz cantan los pájaros, op., cit., p. 16.

[20] Cfr. Paz, Octavio. La otra voz. Poesía y fin de siglo. Seix Barral, Barcelona, 1990, p. 49.

[21] Fernández Granados, Jorge., op. cit., p 3.

[22] La idea proviene del poema “Carta a George B. Moore en defensa del anonimato”, del libro Los trabajos del mar, contenido en Pacheco, José Emilio. Tarde o temprano, FCE, México, 2004, pp. 302-304, del que dice “No es un poema, / no aspira al privilegio de la poesía / (no es voluntaria).

[23] Montes de Oca, Marco Antonio. “SE AGRIETA EL LABIO NACE LA PALABRA”, Delante de la luz cantan los pájaros, op. cit., p. 16.

[24] Montes de Oca, Marco Antonio, Comparecencias – Poesía (1968-1980), op. cit., p. 6.

[25] Montes de Oca, Marco Antonio. Entrevista con Andrea Fuentes Silva, op. cit.

[26] Cfr. Paz, Octavio. La otra voz, op. cit., p. 57.

[27] Véase nota 7.

[28] Montes de Oca, Marco Antonio, “ODA POR LA MUERTE DEL CHE GUEVARA” (fragmento) en Delante de la luz cantan los pájaros, op. cit., p. 192.

[29] Montes de Oca, Marco Antonio, “AMANECER TAPATÍO” en Comparecencias – Poesía (1968-1980), op. cit., p., p. 109.

[30] Cfr., Fernández Granados, Jorge. Op., cit., p. 3.

[31] Montes de Oca, Marco Antonio. Pedir el fuego, Joaquín Mortiz, México, 1968.

[32] Lechner, Jan. Hacia una poética de Marco Antonio Montes de Oca, en Actas del VIII Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas : 22-27 agosto 1983 / coord. por José Amor y Vázquez, Ruth H. Kossoff, A. David Kossoff, Geoffrey Ribbans, Vol. 2, 1983, ISBN 84-7090-163-X , pp. (129-136). La cita proviene de la página 134.

[33] Cfr. Tibón, Gutierre. Historia del nombre y de la fundación de México, FCE, México, 1975.

[34] Montes de Oca, Marco Antonio en Lechner, Jan, op. cit., p. 135.


(Publicado en Opción, Revista del alumnado del ITAM, n. 146, noviembre 2007, pp. 18-25)